Aquella noche, después de haber comido, Pluma Negra continuó sentado junto al fuego, pensativo. Y Lobo Gris no se atrevió a alzarse ni a pronunciar una sola palabra. Porque Pluma Negra, además de ser su padre, era también el caudillo de los pawnees y se le debía respeto…Al rato, Pluma Negra sacó una bolsita de piel y la dejó en el suelo, delante de él. Y habló a su hijo:
– Irás hasta el Gran Río, lo cruzarás, atravesarás el País Caluroso, subirás a las Montañas Rotas, bajarás al Gran Bosque, buscarás a Caballo Solitario y a su tribu y le entregarás esta bolsita. Sin añadir palabra, se levantó y entró en su tienda. Lobo Gris recogió la bolsita y se la colgó del cuello. Pocas veces había oído hablar de todos aquellos parajes que acababa de enumerar su padre, le sonaban muy vagamente, de haberlos oído nombrar por los grandes guerreros. Pero si su padre había considerado que no era conveniente dar más detalles, él no era quien para hacer preguntas. Meinabee, la madre de Lobo Gris, que faenaba cerca del fuego y lo había escuchado todo, entró en la tienda y se sentó sobre unas pieles.
Llegado al punto donde había visto por primera vez el río, continuó en dirección opuesta. Le costó otra jornada encontrar un vado por el que podría arriesgarse a cruzar la corriente. Aún así no tuvo más remedio que nadar desesperadamente, con todas sus fuerzas, para no ser arrastrado por el agua. Pero logró alcanzar la otra orilla y pudo seguir su camino. Caminaba airoso, ahora en dirección Poniente. Sólo se detenía cuando necesitaba cazar para comer, algún gamo, algún conejo, o, si no había nada más, un topo, un lagarto o cualquier otro animal comestible. Tan pronto acababa volvía a emprender la marcha. Tras días de marcha, fue dejando atrás llanuras, bosques y ríos. La vegetación cada vez era menos frondosa, empezaron a aparecer los primeros cactus. Lobo Gris comprendió que se encontraba en el límite del País Caluroso. Entonces recogió raíces de muchas clases y las aplastó a golpe de piedra hasta conseguir una harina que guardaba en el zurrón. Y se adentró en el País Caluroso. Desde que había atravesado el Gran Río, pisaba territorios de tribus enemigas y había tenido que avanzar escurriéndose como un zorro, sin dejarse ver nunca abiertamente. Llegado a un terreno que pronto fue totalmente desértico, tuvo que multiplicar las precauciones. Escogió el peor de los caminos, para evitar a los enemigos. Descendió desfiladeros profundos y remontó ásperas montañas de rocas desnudas, todo bajo un sol ardiente que convertía el desierto en un horno abrasador. En las horas de más calor no podía avanzar, tenía que protegerse bajo alguna roca o dentro de algún agujero. Y con un terrible esfuerzo de voluntad se obligaba a beber un sólo sorbo de agua al mediodía y otro por la noche, acompañando a un puñado de harina. Medio muerto de sed, cada mañana espiaba desde algún cerro a ver si los movimientos de algún pájaro solitario le daban la pista de dónde podía haber algo de agua. De esta forma, y por dos veces, logró localizar en el fondo de torrenteras secas un pequeño charco de agua fangosa que le salvó de una muerte inminente. Y seguía caminando. Cuando, entre arenales yermos, pudo ver por fin las primeras briznas de hierba, Lobo Gris había adelgazado tanto que sólo quedaban piel y huesos y apenas si tenía fuerzas para caminar. Había logrado dejar atrás el País Caluroso; pronto encontró agua y caza y pudo rehacerse poco a poco. Continuó directo hacia las Montañas Rotas, que ya se vislumbraban en el horizonte. Remontó largos valles y atravesó furiosos torrentes de montaña. Atravesó, una tras otra, las altas cumbres, hasta que consiguió encontrar un paso entre las montañas. Por fin pudo contemplar, al otro lado, un extensísimo país totalmente cubierto de un bosque tupido, y comprendió que buscar a Caballo Solitario y a su tribu en aquella espesura sería tan inútil como buscar una hormiga en la arena del desierto. Después de reflexionar largamente tomó una decisión. Escogió como atalaya una alta roca plana. Por la noche descendía hasta un claro del bosque donde se guarecía en una cabaña que se había construido con ramas y barro. Cuando necesitaba comer, cazaba. Por lo demás, todas las horas del día se las pasaba tendido sobre la gran roca plana, observando atentamente la inmensa extensión de bosque. Pasaron los días y las semanas, y él seguía en su atalaya, esperando pacientemente. Hasta que sucedió lo que había esperado tanto tiempo: algún guerrero se descuidó un poco y una ligera columna de humo se alzó muy a lo lejos, pero bien visible. Sin perder un sólo instante, Lobo Gris descendió, rápido, y se dirigió hacia aquella señal de vida. Después de mucho caminar, localizó a un grupo de guerreros de la tribu de Caballo Solitario que habían alzado un campamento de caza junto a un riachuelo. Tras haberlos espiado el tiempo necesario para asegurarse de quiénes eran, se presentó abiertamente. Cuando la partida regresó al campamento principal, Lobo Gris fue llevado delante de Caballo Solitario. -Soy Lobo Gris, hijo de Pluma Negra -le dijo -. Mi padre te saluda y te envía esta bolsita y el mensaje que contiene. Caballo Solitario tomó la bolsita y sacó el contenido: un puñado de piedrecitas verdes con rayas blancas, unas piedras que sólo existían en el país de los pawnees. Caballo Solitario cerró el puño y dijo: – He entendido el mensaje. Durante un cierto tiempo, Lobo Gris permaneció con la tribu amiga. Aprendió nuevas costumbres, nuevas maneras de cazar y de defenderse de los enemigos. Al comenzar el otoño, Caballo Solitario le hizo llamar y, dándole la bolsita, llena de nuevo, lo despidió: – Vuelve a tu tribu y lleva a Pluma Negra mi saludo y mi respuesta. Lobo Gris emprendió el regreso. Esta vez, conociendo el camino, no le fue tan difícil. Únicamente, después de atravesar el País Caluroso, estuvo a punto de caer en manos de guerreros enemigos. Pero gracias a su astucia y su agilidad consiguió escaparse. El frío del invierno se hacía sentir bien punzante cuando Lobo Gris llegó a su tribu. Pluma Negra estaba sentado ante el fuego y ni parpadeó cuando vio acercarse a su hijo. Lobo Gris se sentó en el lugar acostumbrado, se desató la bolsita y la dejó ante su padre, diciéndole: – Caballo Solitario te saluda y te envía su respuesta. Pluma Negra cogió la bolsita y derramó el contenido sobre la palma de su mano: un puñado de piedras de color rojo vivo, las piedras que Lobo Gris había visto únicamente en el país de la tribu de Caballo Solitario. – Está bien -dijo Pluma Negra, impasible; se levantó y entró en su tienda. Meinabee se acercó a su hijo y le dio un gran trozo de carne todavía humeante. Y viendo al hijo que se quedaba con la carne en la mano, sin probarla, comprendió lo qué le ocurría. Entonces le dijo: -Pluma Negra y Caballo Solitario son guerreros bravos y sabios. Ellos saben hacer hablar a las piedras: las verdes han dicho que has ido desde tu país al país de Caballo Solitario, las rojas, que has vuelto. Pluma Negra es un guerrero bravo y astuto. Él sabe cómo hacer avanzar al tiempo: al marchar, eras un chico, al volver, ¡eres un hombre! Lobo Gris lo comprendió todo. Y estaba lleno de satisfacción por dos motivos: porque ya era un hombre y porque pertenecía a una raza de guerreros bravos, sabios y astutos. Fuente:Carles Macià Feliz lunes¡¡¡
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Junio 2017
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