“Durante años fui un neurótico. Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que era…
Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no me convencía de la necesidad de hacerlo, por mucho que lo intentara. Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara. Y también con él estaba de acuerdo, aunque tampoco podía impedir ofenderme con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado. Pero un día me dijo: “No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte”. Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: “No cambies. No cambies… Te quiero”. Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh maravilla!, cambié. Ahora sé que en realidad no podía cambiar hasta encontrar alguien que me quisiera, prescindiendo de que cambiara o dejara de cambiar.” Feliz viernes¡¡¡
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Los animales del bosque se dieron un día cuenta de que ninguno de ellos era el animal perfecto: los pájaros volaban muy bien, pero no nadaban ni escarbaban; la liebre era una estupenda corredora, pero no podía volar ni sabía nadar… Y así todos los demás…
¿No habría una manera de establecer una academia para mejorar la raza animal? Dicho y hecho. En la primera clase de carrera, el conejo fue una maravilla y todos le dieron sobresaliente, pero en la clase de vuelo subieron al conejo a la rama de un árbol y le dijeron: “¡Vuela, conejo!”. El animal saltó y se estrelló contra el suelo, con tan mala suerte que se rompió dos patas y fracasó también en el examen final de carrera. El pájaro fue fantástico volando, pero le pidieron que excavara como el topo. Al hacerlo, se lastimó las alas y el pico y en adelante, tampoco pudo volar; con lo que ni aprobó la prueba de excavación ni llegó al aprobadillo en la de vuelo. Convenzámonos: un pez debe ser pez, un estupendo pez, un magnífico pez, pero no tiene por qué ser pájaro. Feliz miércoles¡¡¡ A veces, solo hay que esperar…
Un oso caminaba por el puente cuando dos coches, que lo cruzaban en ambos sentidos, lo espantaron y saltó por la baranda del puente. Logró asirse al arco de hormigón de 100 metros de altura. De alguna manera, el oso se las arregló para no caer y quedó atrapado entre los pilares del puente… Un grupo de especialistas acudió a rescatarlo, pero, al estar anocheciendo, no pudieron hacer nada y pensaron que caería al vacío. Regresaron al día siguiente y encontraron al oso durmiendo tranquilamente donde estaba atrapado. El rescate no fue fácil, pues el animal se había agazapado en un lugar de difícil acceso. Después de asegurar una red debajo del puente, le pusieron un dardo tranquilizante, lo empujaron para que cayera en la red, lo bajaron, despertó de su “siesta” y siguió su camino como si nada hubiera ocurrido. Feliz martes¡¡¡ “La Peste se dirigía a Damasco y pasó velozmente junto a la tienda del jefe de una caravana en el desierto.
– ¿A dónde vas con tanta prisa? Le preguntó el jefe. – A Damasco. Pienso cobrarme un millar de vidas. De regreso de Damasco, la Peste pasó de nuevo junto a la caravana. Entonces le dijo el jefe: – ¡Ya sé que te has cobrado 50.000 vidas, no el millar que habías dicho! La Peste le respondió: – No. Yo sólo me he cobrado mil vidas. El resto se las ha llevado el Miedo.” Feliz lunes¡¡¡ « Sari era un buen hombre con aspiraciones espirituales sinceras y se había propuesto llevar a cabo una larga peregrinación a Benarés para bañarse en el Ganges. Antes de partir, se encontró con un maestro que le preguntó:
-¿Para qué quieres ir allí? -Para ponerme en contacto con Dios -repuso. El maestro le ordenó: -Dame ahora mismo todo el dinero que llevas para el viaje. Sari le entregó el dinero, el maestro se lo guardó en el bolsillo, y dijo: -Sé que habrías acudido a Benarés y te hubieras lavado en el Ganges. Pues bien, en lugar de eso, lávate con el agua que llevo en mi cantimplora. Sari tomó el agua y se lavó la cara y las orejas. El maestro, satisfecho, declaró a continuación: -Ahora ya has conseguido lo que te proponías. Ya puedes regresar a tu casa con el alma serena, aunque antes quiero decirte algo más. Desde que fue construido Benarés, Dios no ha morado allí ni un solo minuto. Pero desde que fue creado el corazón del hombre, Dios no ha dejado de habitar en él ni un solo instante. Ve a tu casa y medita. Y, siempre que lo necesites, viaja a tu propio corazón. » (Fuente: “El arte de no amargarse la vida” de Rafael Santandreu.) Feliz jueves¡¡¡ «¿Qué demonios estás haciendo?», le pregunté al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol…
«Estoy salvándole de perecer ahogado», me respondió. (Fuente: cuento Anthony De Mello) Feliz miércoles¡¡¡ ¿Dónde comienza el camino?
Cuentan que, una vez, un estudiante avanzado del zen viajó hasta la ermita del viejo maestro Qian Feng para hacerle una pregunta que había estado ponderando desde hacía mucho tiempo. Cuando finalmente estuvo frente al maestro, que aguardaba en calma sobre su tatami, el estudiante se arrodilló y dijo: – Maestro, sé que todas las direcciones conducen a la morada de Buda, pero también sé que solo un camino lleva hasta las puertas del Nirvana. Solo te pido, maestro, que me digas dónde comienza ese camino. Qian Feng se puso entonces de pie, dio un par de pasos hacia el estudiante y, con el extremo de su bastón, trazó una línea sobre la tierra justo delante del rostro de su discípulo. – Aquí – dijo. Y sonriendo, el maestro volvió a sentare sobre su tatami. (Fuente: cuento de Jorge Bucay) Feliz viernes¡¡¡ Latif era el pordiosero más pobre de la aldea. Cada noche dormía en el zaguán de una casa diferente, frente a la plaza central del pueblo…
Cada día se recostaba debajo de un árbol distinto, con la mano extendida y la mirada perdida en sus pensamientos. Cada tarde comía de la limosna o de los mendrugos que alguna persona caritativa le acercaba. Sin embargo, a pesar de su aspecto y de la forma de pasar sus días, Latif era considerado por todos el hombre más sabio del pueblo, quizás no tanto por su inteligencia, sino por todo aquello que había vivido. Una mañana soleada el rey en persona apareció en la plaza. Rodeado de guardias caminaba entre los puestos de frutas y baratijas buscando nada. Riéndose de los mercaderes y de los compradores, casi tropezó con Latif que dormitaba a la sombra de una encina. Alguien le contó que estaba frente al más pobre de sus súbditos pero también frente a uno de los hombres más respetados por su sabiduría. El rey, divertido, se acercó al mendigo y le dijo: – Si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro. Latif lo miró casi despectivamente y le dijo: – Puedes quedarte con tu moneda, ¿para qué la querría yo? ¿Cuál es tu pregunta? El rey se sintió desafiado por la respuesta y en lugar de una pregunta banal, se despachó con una cuestión que hacía días lo angustiaba y que no podía resolver. Un problema de bienes y recursos que sus analistas no habían podido solucionar. La respuesta de Latif fue justa y creativa. El rey se sorprendió; dejó su moneda a los pies del mendigo y siguió su camino por el mercado meditando lo sucedido. Al día siguiente el rey volvió a aparecer en el mercado. Ya no paseaba entre los mercaderes. Fue directo a donde Latif descansaba, esta vez bajo un olivar. Otra vez el rey hizo una pregunta y otra vez Latif la respondió rápida y sabiamente. El soberano volvió a sorprenderse de tanta lucidez. Con humildad se quitó las sandalias y se sentó en el suelo frente a Latif. – Latif, te necesito – le dijo –. Estoy agobiado por las decisiones que como rey debo tomar. No quiero perjudicar a mi pueblo y tampoco ser un mal soberano. Te pido que vengas a palacio y seas mi asesor. Te prometo que no te faltará nada, que serás respetado y que podrás partir cuando quieras… Por favor. Por compasión, por servicio o por sorpresa, el caso es que Latif, después de pensar unos minutos, aceptó la propuesta del rey. Esa misma tarde llegó Latif a palacio en donde, inmediatamente, le fue asignado un lujoso cuarto a escasos doscientos metros de la alcoba real. En la habitación, una tina de esencias y agua tibia lo esperaba. Durante las siguientes semanas las consultas del rey se hicieron habituales. Todos los días, a la mañana y a la tarde, el monarca mandaba llamar a su nuevo asesor para consultarle sobre los problemas del reino, sobre su propia vida o sobre sus dudas espirituales. Latif siempre contestaba con claridad y precisión. El recién llegado se transformó en el interlocutor favorito del rey. A los tres meses de su estancia ya no había medida, decisión o fallo que el monarca no consultara con su preciado asesor. Obviamente, esto desencadenó los celos de todos los cortesanos que veían en el mendigo-consultor una amenaza para su propia influencia y un perjuicio para sus intereses materiales. Un día todos los demás asesores pidieron audiencia al rey. Muy circunspectos y con gravedad le dijeron: – Tu amigo Latif, como tú le llamas, está conspirando para derrocarte. – No puede ser – dijo el rey -. No lo creo. – Puedes confirmarlo con tus propios ojos – dijeron todos -. Cada tarde a eso de las cinco, Latif se escabulle del palacio hasta el ala sur y en un cuarto oculto se reúne a escondidas, no sabemos con quién. Le hemos preguntado a dónde iba alguna de esas tardes y ha contestado con evasivas. Esa actitud terminó de alertarnos sobre su conspiración. El rey se sintió defraudado y dolido. Debía confirmar esas versiones. Esa tarde a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera. Desde allí vio cómo, en efecto, Latif llegaba a la puerta, miraba hacia los lados y con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de madera y se escabullía sigilosamente dentro del cuarto. – ¿Lo visteis? – gritaron los cortesanos – ¿Lo visteis? Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta. – ¿Quién es? – dijo Latif desde adentro -. – Soy yo, el rey – dijo el soberano -. Ábreme la puerta. Latif abrió la puerta. No había allí nadie, salvo Latif. Ninguna puerta o ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a alguien. Sólo había en el suelo un plato de madera desgastado, en un rincón una vara de caminante y en el centro de la pieza una túnica raída colgando de un gancho en el techo. – ¿Estás conspirando contra mí Latif? – preguntó el rey -. – ¿Cómo se te ocurre, majestad? – contestó Latif – . De ninguna forma. ¿Por qué lo haría? – Pero vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que buscas si no te ves con nadie? ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas? Latif sonrió y se acercó a la túnica rota que pendía del techo. La acarició y le dijo al rey: – Hace sólo seis meses, cuando llegué, lo único que tenía eran esta túnica, este plato y esta vara de madera – dijo Latif -. Ahora me siento tan cómodo en la ropa que visto, es tan confortable la cama en la que duermo, es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el poder que regala mi lugar a tu lado… que vengo cada día para estar seguro de no olvidarme de quién soy y de dónde vine. Feliz martes¡¡¡ El sabio indio Narada partió en peregrinación hacia el templo del Señor Vishnú. Una noche se detuvo en una aldea y le dieron asilo en la choza de una pobre pareja…
A la mañana siguiente, antes de que marchara, el hombre le dijo a Narada: «Ya que vas a ver al Señor Vishnú, pídele que nos conceda un hijo a mi mujer y a mí, porque son muchos años ya los que llevamos sin descendencia». Cuando Narada llegó al templo, dijo al Señor: «Aquel hombre y su mujer fueron muy amables conmigo. Ten compasión de ellos y dales un hijo». El Señor, de un modo terminante, le replicó: «En el destino de ese hombre no está el tener hijos». De modo que Narada, una vez hechas sus devociones, regresó a casa. Cinco años más tarde emprendió la misma peregrinación y se detuvo en la misma aldea, siendo hospedado una vez más por la misma pareja. Pero en esta ocasión había dos niños jugando a la entrada de la choza. «¿De quién son estos niños?», preguntó Narada. «Míos», respondió el hombre. Narada quedó desconcertado. Y el hombre prosiguió: «Hace cinco años, poco después de que tú te marcharas, llegó a nuestra aldea un santo mendigo. Nosotros le dimos hospedaje aquella noche. Y a la mañana siguiente, antes de partir, nos bendijo a mi mujer y a mí… y el Señor nos ha dado estos dos hijos». Cuando Narada lo oyó, no pudo esperar más y marchó inmediatamente al templo del Señor Vishnú. Una vez allí, gritó desde la misma entrada del templo: «¿No me dijiste que no estaba en el destino de aquel hombre el tener hijos? ¿Cómo es que ahora tiene dos?». Cuando el Señor le oyó, rió sonoramente y dijo: «Debe de haber sido cosa de un santo. Los santos tienen el poder de cambiar el destino». Feliz lunes¡¡¡ Siempre fue así sin un porqué. En tanto que la lluvia caía, con que hubiese un solo rayo de sol, el arcoíris resplandecía feliz. Pero porque el sol dejó de lucir o la lluvia de caer, el arcoíris había olvidado quién era, y caminaba, con rumbo errante, en la polvorosa tierra… En su caminar errante, le observó el fuego, quien le reconoció y sintió envidia. Por eso le dijo “Tú eres como yo, que destruyes, quemas y arrasas todo lo que tocas.” El arcoíris, miró en su interior y conoció en él el rojo del fuego. Como no sabía quién era, le creyó y empezó también a destruir lo que encontraba a su paso. Con este caminar pronto conoció la soledad. Una noche de frío intenso, le observó el hielo, quien le reconoció y sintió celos. El hielo se le acercó y le dijo “Tú eres como yo, frío e indiferente, condenado a estar solo”. El arcoíris reconoció su soledad y al mirar en su interior, efectivamente observó sus azules y añiles. Por eso, desterrado en su melancolía, caminó rumbo a las altas montañas, recorriendo tierras cada vez más hostiles, prisionero de su condena. El arcoíris, en lo que creía un vano esfuerzo, escaló tanto que pronto rozó las nubes. En la altitud, cuando apenas podía ya respirar, le encontró un pequeño halo de luz que le preguntó “¿Dónde te habías metido? Te hemos estado esperando”. El arcoíris incrédulo miró en su interior y por primera vez fue capaz de ver, a la vez, todos sus colores. Como entonces siempre fue, el arcoíris resplandeció, sintiéndose raro y de nuevo feliz. En las mañanas cálidas, antes de brillar, el arcoíris se acuerda del hielo y se entristece porque no busca en su interior para encontrar el latido del agua que fluye, nutre y alimenta. Y en las noches frías, antes de dormir, el arcoíris se acuerda del fuego y se apena porque no mira en su interior para encontrar el tibio amarillo, que calienta pero no quema, que abriga pero no ahoga, que protege pero no paraliza. El arcoíris encontró sus respuestas en su interior. ¿Dónde las buscas tu? Autora: Raquel Valdazo Feliz viernes¡¡¡ |
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Junio 2017
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