A grandes rasgos, existen dos tipos de confianza. La que depositamos en nuestras relaciones y la que cultivamos en nosotros mismos. Y todas las personas ‘desconfiadas’ suelen tener un déficit de ambas... En última instancia, la única manera de empezar a confiar en los demás es confiando en nosotros primero. La cruda realidad es que no estaremos más seguros cuanta menos gente cuente con nuestra confianza. Eso no es garantía de nada.
Sin embargo, trabajar sobre la confianza que tenemos en nosotros mismos sí genera cambios en la percepción de nuestras relaciones. Porque cuando confiamos en nuestro criterio, nuestras conductas y nuestra manera de comunicarnos, no sentimos que tenemos algo que perder al compartirlo. Y eso cambia las reglas del juego. Cabe recordar que no existe amor sin confianza, ni tampoco amistad. Y desde luego, no hay lugar para la libertad. No hay nada que sea más valorado y admirado en nuestra sociedad que una persona segura de sí misma. Esa certeza nace de asumir riesgos, no de evitarlos. Aprender a confiar es como saltar en paracaídas. A muchos les asusta el peligro, y buscan redes de seguridad donde no las hay. Llegados a este punto, vale la pena recordar que el mero hecho de estar vivos conlleva riesgo de muerte. Y vivir sin confianza equivale a hibernar permanentemente. Así que antes de saltar, podemos preguntarnos: ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Y lo mejor? Está en nuestras manos pasar de ser la generación desconfiada a convertirnos en la generación sin miedo. Podemos vivir esperando lo peor o lo mejor de las personas que nos encontramos en el camino, y esa simple predisposición puede marcar una diferencia determinante en nuestra manera de experimentar la vida. ¿Cuál es tu grado de confianza en ti mism@? Puedes dejarme tus comentarios, me encantará saber qué piensas al respecto. Feliz viernes¡¡¡
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Junio 2017
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